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PARTIDA

     El descubrimiento de quince pelotas de hule en el sitio arqueológico “El Manatí”1, cercano a San Lorenzo Tenochtitlán, en la región más relevante del desarrollo Olmeca, puso a rebotar los tiempos y conceptos que se tenían en torno al juego de pelota. Siendo que las ofrendas donde se hallaron las bolas fueron datadas en un periodo formativo de la cultura Olmeca, 1600 años A.C., llama la atención que hubiese ya una técnica para trabajar y transformar una materia como el hule. También resulta interesante que el juego de pelota figurara desde un pasado tan remoto como un elemento cultural de importancia que sobrevive en diversas regiones de México hasta nuestros días, más de 3500 años después.

Según la premisa de Annick Daniels2, los objetos olmecas que han sido ligados al juego, como yugos o palmas, presentan una iconografía con un fuerte simbolismo hacia la fertilidad y la tierra. La función ritual del juego de pelota entre los olmecas pareciera cumplir más una función de representar la fertilización de la tierra, de provocar la buena producción agrícola y lograr germinar las semillas. Hay una liga indisoluble que conecta la siembra y la cosecha del maíz —actividad que sustentó el esplendor de las culturas mesoamericanas— con el juego de pelota, haciendo que ambas sobrevivan hasta nuestros días y sean eje de nuestra cultura y alimentación.

Los balones que presenta Rodrigo Ímaz tapizados de granos de maíz, irradian y condensan esta larga historia en la que el aspecto lúdico y ritual del juego mantiene una relación con el fruto sagrado de la planta del maíz, historia que atraviesa nuestra identidad cultural hasta hoy día. También las tortillas impresas como balones, que antes fueron pelotas de masa, expresan ese vínculo. Los balones reciclados de Ímaz ya no son macetas, sino metáforas de semillas de hule que se abren y germinan, granos de maíz que rompen su cutícula y crecen, derivan en la algarabía de la caña y las hojas, hasta volver a multiplicarse en semillas en la mazorca.

Entre la diversidad de plantas que presenta la instalación, en esta ocasión hay pelotas con plantas de hule y maíz, resumiendo la dualidad con el juego de pelota y el juego de la vida mediante el alimento. Esta instalación muta y se resignifica conforme al lugar y entorno en que se presenta. En una de sus sedes3, viajó hacia el pasado y mediante una actividad resignificó la calle de Guatemala en el corazón de la Ciudad de México: en el marco de la exposición, se convocó a un torneo de balompié sobre el antiguo juego de pelota mexica que formaba parte del complejo ritual de Templo Mayor y donde se dice que el mismo Moctezuma jugó una partida con Hernán Cortés como espectador, quizás en un intento desesperado por regresar el orden cósmico en el momento en que su imperio se desmoronaba frente al invasor.

La supervivencia de los juegos de pelota entre diversos pueblos indígenas y luego la adopción del futbol como uno de los deportes de mayor afición entre los mexicanos, muestran el arraigo del juego de pelota en sus diversas variantes mesoamericanas. Por eso Rodrigo Ímaz tras una metamorfosis a través del juego de pelota, reordena las letras de su apellido Ímaz con el anagrama Maíz, lo asienta en su acta de nacimiento con un gesto radical, es decir un cambio “de raíz”. Este documento falsificado nos recuerda que el desarrollo cultural de las grandes culturas de Mesoamérica se asienta en ese grano y por ello somos los hijos del maíz.

La agricultura permitió el desarrollo científico, la nixtamalización potenció los nutrientes del maíz antes de hacerlo masa y luego convertirse en tortilla; la vulcanización permitió la pelota de hule para el juego ritual que permitía a los hombres participar lúdicamente de la fertilidad de la tierra y los equilibrios cósmicos. La lucha actual del pueblo de México por la defensa de sus maíces nativos frente a los transgénicos es la defensa de esa larga y rica historia. Esta exposición reivindica esa lucha.

Para nosotros, artista y curador, colocar esta instalación en el Museo de Antropología de Xalapa, además del privilegio que nos representa entablar este diálogo con la civilización más antigua y base de muchos de los saberes y elementos constitutivos de las culturas prehispánicas que le siguieron (mayas, totonacas, teotihuacanos, zapotecas, mexicas, mixtecos, etc), también nos permite subrayar el inmenso aporte en términos artísticos de nuestros antepasados. El MAX no sólo es uno de los más importantes museos de antropología, arqueología e historia de México, sino que toda esa carga e información histórica está expresada y contenida en piezas de arte cuya valía lo constituyen como uno de los más importantes museos de escultura en piedra y barro del mundo, por lo que valdría la pena sugerir una lectura estrictamente estética de esta prodigiosa colección.

Fernando Gálvez de Aguinaga

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